Casas apiñadas sobre fronteras invisibles pero muy reconocibles. Personas cargadas con una gran mochila de recuerdos de los hogares de sus padres y abuelos. Esos que están presentes en cada esquina del campo, junto con sus viejas llaves de casas en Jaffa o Haifa, y la conciencia de unas resoluciones de la ONU sobre su retorno e indemnizaciones que nunca se cumplieron. Elevado nivel de paro y pobreza. Carteles ajados de mártires, asesinados del ejército israelí, combatientes, suicidas. Con gran influencia de la religión. Para muchos, dos vidas enteras: la evocada y la vivida. Historias dolorosas en cada puerta, más aún que en cada rincón de Palestina. Y uno de los problemas más dolorosos de un conflicto que para ellos dura ya 61 años. Cerca de dos millones de palestinos desplazados en Cisjordania. En Gaza, más del 80% del total de la población. En total, siete millones de palestinos refugiados y desplazados, según datos de Badil Center. Los campos de refugiados.
Después de nuestra primera visita al campo del Deheiseh y de los días en Palestina, impresionaba recorrer las calles del campo de Jenín. Tristemente conocido por el asedio del ejército israelí en abril de 2002, cuando cercó y entró al campo con tanques y bulldozers. Murieron 52 palestinos y 23 israelíes. Cientos de casas fueron destruidas. Clamaron las voces contra uno de los más crueles ejemplos de castigo colectivo. Recuerdo, a duras penas, asistir a alguna protesta contra la masacre. Y ahora, estábamos allí. Recorriendo las calles, junto con los palestinos de Hakoura.
Primero, visitamos la asociación comunitaria «Not to forget». Nos recibió un grupo de mujeres y niños. Monitoras y alumnos, que nos representaron un pequeño teatrillo sobre vivencias cotidianas con el muro y la ocupación. Entre risas y llamadas de atención de unos adolescente lógicamente desbocados, acabaron la obra con gritos contra la ocupación, los judíos y una bandera palestina. Luego, junto con un grupo de suizos, nos reunimos con parte de las monitoras del centro. Nos explicaron su labor: sensibilización sobre su situación como refugiados, recuerdo de su cultura, de los hogares abandonados. Para no olvidar sus raíces. Además, tenían un proyecto de guardería, para hacer trabajo de apoyo psicológico y refuerzo con los niños que sufrieron la batalla de Jenín y como un medio de apoyo a sus madres, para que puedan trabajar o estudiar. Desde «Not to forget» nos dirigimos a la sede del Teatro de la Libertad. Estaba en plena ebullición. Arriba y abajo. Hombres, mujeres y voluntarios internacionales cargando trastos, buscando otros, ríendose. Al día siguiente empezaban las representaciones de «Fragmentos de Palestina» y a la vez rodaban un corto en el campo. Entre la algarabía de los preparativos, nos contaron la historia del Teatro de la Libertad. Un proyecto de intervención con niños mediante el teatro creado por Arna Mer-Khamis, izquierdista judía y activista propalestina que vivió en el campo durante muchos años. Otra vez más, sentí un escalofrío al ver los pequeños reportajes del teatro, resúmenes de la famosa y muy recomendable película «Los niños de Arna» -la podéis ver en la sección de cultura de este blog-. Niños y niñas disfrutando y riendo con el teatro. Confesando que ya no querían ser mártires que preferían ser actores, los niños; o que así podían escapar de la dictadura del padre o marido, las niñas. La dura realidad de la vida en Palestina: la destrucción del teatro en 2002; el fallecimiento de la infatigable Arna debido a un cáncer y el cariño de los palestinos hacia ella; la muerte también de todos sus primeros actores, convertidos en jóvenes hombres, milicianos y suicidas. Dura. Muy dura. Y ahora todos, embarcados en la «tercera intifada, la cultural» que nos decían que se notaba en el aire, de difusión y sensibilización. En aquel momento, sentí que no quería ver más. Deseaba quedarme y colaborar con asociaciones como el Teatro de la Libertad o con jóvenes de algún campo de refugiados.
Badil calcula que hay siete millones de refugiados y desplazados palestinos, que son la mayoría de la población en algunas zonas de Gaza.
Poco después, deshicimos la carretera para volver a Nablus. Nos recibieron Agnet y Ammar, de la asociación del campo de Askar. Nuestros anfitriones nos alojaron en un piso cercano al campo. Modesto, viejo y con problemas de agua. Pero en el que se notaba que cada detalle era un lujo en comparación con la vida del campo. Entre risas e improvisación, nos desgranaron actividades para nuestros dos días en Nablus. También desglosaron varios consejos sobre las costumbres aún más religiosas de la ciudad. No besarse en público, esconder las cervezas por la calle y taparse. Eso en el caso de las mujeres claro. Tuvimos varios choques con las «costumbres» religiosas, o más bien un machismo revestido de tradición al estilo de tantos y tantos lugares en el mundo. Poco después, nos ofrecieron dar un paseo. Una visita a una cercana heladería en los bloques de viviendas fuera del campo, lejos de las colinas de la ciudad, a la que llegamos tras un paseo por descampados llenos de escombros y sin iluminación. Allí Ammar nos desgranó el cerco especial a Nablus, que entre 2000 y 2008 estuvo rodeada de fuertes controles. Y su ingreso en prisión cuando tenía 16 años. ¿Razón? Ninguna. Estancia: cuatro meses en una celda minúscula y compartida. Obligado estar en posturas forzadas durante muchas horas. Y mucho miedo y lágrimas.
Con Ammar de guía, amigo y preocupado padre visitamos el precioso centro histórico de Nablus, una cercana comunidad samaritana y el cercano Sebastia, pequeño pueblo repleto de restos arqueológicos de la época de San Juan Bautista, Herodes y los romanos. Lo disfrutamos bajo el duro sol del mediodía, rodeados del cerca de medio centenar de voluntarios internacionales invitados por el pueblo, de chicos de los campos de refugiados de Nablús y de un guía del pueblo. Con la sensación de poder ver con tranquilidad y casi sólos unos restos que en el futuros serán visitados por miles de turistas. Y la ocupación presente. En los asentamientos cercanos, en las historias de robos de animales y tierras, de controles del ejército, de relatos muy duros del cerco israelí.
«La vida en los campos no es vida. Sin una solución justa para los refugiados, no habrá paz». Mahmoud Subuh, relaciones internacionales del campo de Balata
Durante la visita a los campos, al cercano Askar y a Balata, donde se hacinan cerca de 27.000 m2 en poco más de un kilómetro cuadrado, oímos muchas historias tristes, dolorosas e inquietantes. Los niños asesinados por francotiradores del ejército israelí, los milicianos bombardeados en pleno campo, la de dos o tres suicidas, las entradas del ejército israelí por la noche, presos, familias doloridas y destrozadas… También la de una vida dura. Con hasta 70 personas en casas de cuatro plantas, estrechas calles en las que a duras penas cabe una persona con los brazos extendidos, las basuras quemadas al atardecer, los «ilegales» asentados en los bordes del campamento. Y odio, como el de una estrella de David pintada en el suelo para pisarla a diario. «Aquí se sufre la ocupación. En Ramallah está muy tranquilos» nos dice Mahmoud Subuh, relaciones internacionales del campo de Balata. Mahmoud ya no conoció la antigua ciudad de sus padres. Ni siquiera su madre. «Ella nació en cueva en la que se escondieron mis abuelos cuando fueron expulsados de su ciudad. Su nombre en árabe significa emigrante». Le pregunto sobre cómo vivían en el campo que la cuestión de los refugiados casi nunca aparezca en las negociaciones de paz. «Sin una solución justa para los refugiados, no habrá paz» dice Subuh. «¿Esto es vida? No, la vida en los campos no es vida» nos dice.
Sin embargo, tanto en Nablus como en sus campos vimos vida. Mucha vida. Esa que reivindica el poeta nacional Darwish cuando dicen que los «“Los palestinos son seres humanos que ríen, viven, e incluso tienen una muerte normal. No sólo los matan”. Risas, bromas y alegría en la furgoneta del campo de Askar, que recogía a sus chicos cada noche. Esfuerzo en los servicios para rehabilitación de niños con problemas de minusvalías. Y energía, mucha energía. Transmitida con puntualidad palestina a todos los voluntarios internacionales, a los niños, mujeres y hombres del campo por sus asociaciones.